Con cierta frecuencia
acuden a la consulta pacientes, en su mayoría chicas jóvenes, que se realizan
cortes en la piel con cuchillas de afeitar u otros objetos punzantes. O que se realizan graves quemaduras en la
piel. Autolesiones lo llamamos: se infligen dolor a ellas mismas.
La piel es nuestro revestimiento más
externo, nuestra última capa que delimita nuestro cuerpo, nuestro yo, de lo externo. El corte en la
piel simboliza un límite; pero un límite roto o una búsqueda incesante
del límite. Con frecuencia, las personas que se autolesionan han sufrido graves
asaltos a sus propios límites, han sido humillados, pegados o abusados
sexualmente, a veces por los propios padres quienes en realidad deberían
cuidarles. Aunque no siempre encontramos en las historias personales pasajes de
extrema gravedad; a veces bastan unas pocas experiencias moderadas. Pero una y otra
vez han tenido que vivenciarlo: no existen los límites. No hay límites entre el
Yo y los Otros, no hay límites generacionales. Y ante la falta de límite el quantum
de angustia aumenta hasta ser insoportable, el dolor psíquico se vuelve
insoportable.
Y con el corte llega el alivio; el alivio de esa tensión
insoportable, una tensión pujante, agobiante. El corte abre una vía,
literalmente, y la sangre comienza a fluir. Una sangre caliente que tiñe
de rojo la piel. Un calor que acompaña.
Una herida abierta que ha de ser curada. Y con un poco de agua oxigenada y una
venda, se cubre la herida. Ella misma. Porque las autolesiones también implican
autocuidados. Qué añoranza de alguien que da calor, que protege, que cura.
Alguien que cura las heridas.
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